Cuando a inicios de los años cincuenta Julio Ramón Ribeyro escribió sus primeros relatos de carácter social, Lima era una ciudad que no superaba el millón de habitantes. «Los gallinazos sin plumas» y «Al pie del acantilado», dos de sus más conocidos cuentos, ahondaban en la nueva realidad nacida como producto de las primeras oleadas de migrantes en los suburbios de la gran urbe. Hoy, casi medio siglo después, Lima ha crecido desmesuradamente, acercándose a los ocho millones, y creando un conjunto de problemas de orden ocupacional, de vivienda, salud, transporte, seguridad, por todos conocido.
Carlos Rengifo ha querido mostrar en Criaturas de la sombra parte del submundo que puebla las calles de la ciudad. Aquel que aparece en las páginas policiales de los diarios y que muestran experiencias sórdidas que sublevan el espíritu. Fue Aristóteles el que, a la vista de las grandes tragedias griegas —pobladas de asesinatos y muertes horrendas— propuso una primera definición de catarsis. Consiste esta en que el espectador de la tragedia, al observar aquellas representaciones, sufría un efecto de distensión y liberación interior por medio de la «conmoción» y el «horror». Aunque estos relatos no lleguen a alcanzar la fuerza expresiva que sí existe en una tragedia (por ser de corta extensión, poseer pocos personajes y no crear el tiempo y la expectativa suficiente), sin embargo no dejan de tener una cierta truculencia y crueldad por la manera tan descarnada con que están relatados.
Por ello, aunque la lectura de estos cuentos puede parecer fruto de un refinado cinismo, también podrían entenderse como la manera en que un observador lúcido y consciente ve su ciudad. Aquí hay algo más que realismo o naturalismo —por usar dos palabras caras a la narrativa decimonónica—, hay un claro propósito de denuncia social. Una concepción de este tipo no puede tener otro corolario que una actitud pesimista con respecto a la vida. Cada personaje se halla envuelto en una espiral que le impide remontar o luchar contra la corriente, adoptando por ello un rictus que le hace aceptar o ser insensible frente a la realidad que lo rodea.
Criaturas de la sombra bien puede considerarse como una cruda y patética pintura de la ciudad con toda la fauna que la puebla: vendedores ambulantes, pirañas, prostitutas, locos, mendigos, burócratas, custodios del orden, subversivos. Y en medio de todo ello, una conciencia que trata de encontrar orden y sentido en el caos.
Iván Ruiz Ayala
La magia del cuento literario nos devuelve a una realidad que, aunque vivimos, no siempre logramos percibir en sus múltiples facetas. Carlos Rengifo, con este volumen de cuentos titulado Criaturas de la sombra, nos sitúa en un universo poético donde las imágenes son tanto o más vívidas que las reales, recordándonos la traición de nuestros sentidos y, acaso, de nuestros propios valores, como en los cuentos «Obrar con el ejemplo» y «Disculpe la molestia», donde escenas aparentemente banales de la vida cotidiana, se transforman en acontecimientos de descarnada violencia urbana. Mendigos, alcohólicos, comerciantes, secretarias, jóvenes universitarios, o empleadas domésticas, son los protagonistas de este fresco urbano de historias que nos ilustra, no solo la violencia dramática de las calles, sino también aquella de las interioridades, de los sentimientos y las pasiones, del desconcierto y el asombro en un universo sin esperanzas, que Rengifo nos retrata con piedad y adecuada precisión psicológica. En «Menú» y «El último recurso» asistimos a dos situaciones dilemáticas que tienen que resolver los personajes, desplegadas hábilmente a través de una intriga que captura y sorprende, como ocurre con las historias que poseen los mejores ingredientes del cuento clásico. La presencia del narrador en «Detrás de las ventanas» nos revela la urdimbre azarosa que entretejen las circunstancias históricas y las vitales de los personajes, frente a la cual intentan vanamente sobrevivir en un mundo que se hunde y que los arrastrará, inevitablemente, en su propio naufragio. Carlos Rengifo nos muestra, a través de un bien dotado lenguaje, sobrio y funcional, de diálogos ásperos y agudos, de atmósferas breves e intensas, su fina percepción estética, no ajena a una suave y paradójica ironía.
Pilar Dughi