Esta novela se inscribe dentro de la estética del realismo. Pero sus fuentes principales no son el «realismo sucio», el «minimalismo» o «el policial negro» norteamericanos tan influyentes en los narradores peruanos e hispano americanos de las últimas décadas (Ricardo González Vigil lo ha considerado seguidor de Bukowski), sino la tradición realista (diremos mejor «nuevo realismo» que neorrealismo ya que nos remite a la corriente italiana de los años 40-50) peruana. En particular, Julio Ramón Ribeyro, Oswaldo Reynoso, Carlos Eduardo Zavaleta, Enrique Congrains y Mario Vargas Llosa. La morada del hastío realiza, a su modo y en otra escala, distinta a la de los libros de cuentos del autor, un nuevo y superior intento de totalizar un microcosmos —el de los jóvenes limeños de los años 90— y proponer una instantánea multidimensional como una metáfora, una alegoría, como una visión trágica sumamente corrosiva de la sociedad peruana.
Pero, Carlos Rengifo asume y continúa, en su primera novela, el reto de la novela del siglo XX, fusionar la visión realista y la simbolista en la narración, y, así, aspirar a un retrato totalizador que no se quede solo en lo empírico y pragmático de la experiencia humana. La morada del hastío logra mantener el equilibrio entre lo realista y lo alegórico —aunque el realismo, por momentos, llega a sofocar el ingrediente simbolista hasta tornarlo esquemático— que transitan, por lo general, en esta narración con un tratamiento hábil y acertado. Los protagonistas son jóvenes de la clase media limeña escéptica y desencantada, aspirantes a artistas, habituales concurrentes de bares, pubs, discotecas, prostíbulos y, sobre todo, las calles de Lima la horrible, buscando vencer censuras y represiones morales y entregarse al lenguaje del cuerpo desinhibido.
En sus travesías estos muchachos rinden culto a la libertad, el machismo y la violencia gratuita y autodestructiva, con un código de vida que colma provisionalmente los vacíos de su inadaptación social. Para superar el muro cerrado de la formación o de-formación familiar y el proceso de estupidización gradual al que somete la educación formal, adoptan máscaras prestigiosas, en el ámbito donde pululan, se desenvuelven y rivalizan con el mundo «normal»; mintiéndose para llegar a ser lo que quieren, acaban por ser una jauría de agnósticos esteparios, tramposos, usurpadores de los grandes papeles: Samuel, Julián, Freno, Niágara, Petrusca y Camila, en el fondo «jóvenes-bien» disfrazados de «malditos» que buscan afanosamente integrarse, muy a pesar de ellos mismos, al orden natural. Ello explica, a nuestro entender, que sus historias tengan un sabor entre trágico y cómico, que parezcan penosos malentendidos.
Casi estamos tentados a leer esta novela no como un episodio realista, sino como la transposición alegórica de nuestros propios elementos anecdóticos. ¿Se trata de una alegoría o parábola de la integración social emancipada de toda obligación verista? ¿Es su propósito denunciar la castración de toda una generación a la que alude Rengifo (es decir, la suya propia)? ¿O estamos, acaso, ante la parábola del destino al que se halla expuesto el aspirante a artista en Lima y quizá Hispanoamérica? ¿O es una ilustración psicoanalítica desfasada del complejo de castración? Hasta cabría preguntar si este escorzo no nos está diciendo que toda etapa formativa del artista es una frustración, que la juventud no es ya más una etapa dorada sino una atroz marca de fuego que los supervivientes sobrellevan siempre. La respuesta no es clara, es muy ambigua quizá porque el relato mismo también lo es.
La historia de los seis protagonistas está contada como en sordina, mantenida en un nivel dramático deliberadamente más bajo del que podrían haber alcanzado: la truculencia deriva en comicidad grotesca. Esto es una novedad casi absoluta en la obra de Rengifo, una de cuyas más notables ausencias (la otra es la ausencia de Dios) era la del humor corrosivo. Podríamos llegar a leer La morada del hastío como una especie de sanción indirecta que se les infiere a los seis protagonistas por su incompleta adaptación a la vida. No obstante, el aspecto simbólico más importante es el que nos muestra la alienación del grupo como el reflejo inverso de otra, más sutil, que se apodera de quienes los condenan: aquellos a los que sus destinos se les afloja, los que se hunden en la mediocridad, los que repiten pacíficamente el negado ciclo de sus padres, en suma, un fondo general de aburguesamiento. A la derrota notoria y evidente de los protagonistas-víctimas, inadaptados para siempre con su mundo, corresponde otra derrota, más lenta y corrosiva, de los que se someten hipócritamente a una sociedad alienada por los falsos valores de la figuración y el dinero.
Tras leer esta novela, perturbación es un término que queda titilando en nuestra memoria ante el estupor del espacio en blanco. Vértigo es otra palabra que llega hasta nosotros ante el encuentro con las implicaciones, no las explicaciones —que por momentos aparecen como la fijación viciosa en aspectos personales predecibles de los protagonistas—. Perturbación, frente al compromiso con el arte. Vértigo, ante lo cíclico del retorno de las estaciones críticas.
David Abanto Aragón
Resulta fácil alabar la juventud cuando se trata de una obra no solo escrita por jóvenes sino enmarcada en un mundo que es prioritariamente real, y por lo general, inquisidor, burlón, a veces tanático, pero siempre dispuesto a testimoniar vida, aun a gritos desesperados, infernal y doloroso. Carlos Rengifo acusa todo esto y merece un reconocimiento especial, porque precisamente nos habla de una juventud con sentido, una juventud que nos recuerda a todas las otras juventudes que han llorado, se han desesperado, han acudido, han gritado, han buscado. Esas juventudes sin final que somos los poetas, los narradores, los artistas.
Ana María García