Ubicado dentro de la larga tradición en la literatura peruana, caracterizada por escribir libros hechos de fragmentos o a partir de fragmentos, no queriendo afirmar que sea fácil como tampoco lo contrario —en la medida que ello solo responde a la capacidad creativa del autor—, las Prosas Impúdicas de Carlos Rengifo quieren relatar, empleando frases cortas, de efecto inmediato, con un lenguaje llano, conciso, impertinente incluso, aunque jamás llegue a la procacidad o brutalidad de lo erótico ni de lo pornográfico, las impresiones, miedos, soledades, angustias, esperanzas, desesperanzas que pueden pasarle a cualquier ser humano cuando se enfrenta a la vivencialidad de un tema que prosigue siendo un tabú pese al siglo XXI: la cópula, el coito, en suma, el sexo puro elevado a su máxima expresión de oscuridad que tanto fascinaba a Bataille.
Siguiendo una práctica tan antigua y constante desde Cervantes hasta Borges, el autor se ha entregado esta vez al simulado papel de ser únicamente el editor del manuscrito de otro escritor, un tal Enrique Mostrenco, para colocar su inspiración dentro del llamado «realismo sucio» o «minimalismo», que propugna a pesar suyo o quizás con su absoluta complacencia, en una serie de setenta y ocho fragmentos, sin título o cualquier indicación que los individualice, ninguno de los cuales en extensión pasa de la página, pero que van dejando su sabor de transgresión (que no por eso raya en la contundencia) aunque, según se afirma en la contraportada, «están hechas con la frescura de la osadía, se regodean en la irreverencia y no quieren salir de allí más que con el vuelo del escarnio».
En consonancia a esto, las prosas breves de Rengifo constituyen la captación de aquellos chispazos que por lo general lo decimos a media voz (por temor al que dirán quienes nos escuchen) para expresar en párrafos que, dependiendo de la sensibilidad de cada cual, podrían sonar crudos o exagerados, pero que no en derivada lógica hacen falta a la verdad, que de cualquier modo siempre será superada por la ficción. Claro está que la primera fuente de la que bebe con delectación el autor es la, siempre cuestionada, Realidad, así con mayúscula, en la medida que el hombre es por naturaleza nacido del sexo, en estado salvaje, en estado puro tan presente, aun cuando para hacerlo «domesticable» se diga que es indispensable el amor y siendo el mismo un sentimiento que muchas veces difiere de lo carnal, hace que resulte difícil poder hablar de un tema así. Por lo tanto, con este libro estamos ante una visión que parte del sexismo, del egocentrismo machista, la versión de un solo lado que considera a la mujer como un simple objeto de uso sexual y que de hecho, a causa de ello, serán odiadas por las feministas que etiquetan como detestable aquello que huele a macho zaheridor.
No obstante, el sexo también es placer («La palabra placer significa lo mismo y es bella en todos los idiomas» decía Octavio Paz) y, en esto muchas veces falta el amor, también asociado a la procreación, de lo cual se desprende que Rengifo en la ocasión que tratamos ha debido desembarazarse de los personajes adolescentes, casi púberes de su narrativa temprana, de aquellos que se extravían en sus propias contradicciones en un mundo donde respiran, aunque no comprenden, para inclinarse por la amplitud en edad (cuando lo hace) que solo aporta la experiencia erótica vital y más ahora en una sociedad como la nuestra, donde los signos sexuales están desperdigados por doquiera, de manera directa o soterrada, manejados principalmente por los medios de comunicación que ejercen una enorme influencia que no podemos negar.
Definitivamente el hombre tiene muchas aristas y, como decía George Bernard Shaw, «un lado oscuro que oculta a los demás». Por eso, la faceta sexual del hombre, pese a los avances que en nuestro tiempo se han dado, por lo menos todavía en América Latina continúa este manteniendo su aura de prohibido, de perversión y hasta de demoníaco que prefiere mantenérsele en lo especulativo.
En los tiempos de la Edad Media, es solo una expresión, Carlos Rengifo hubiese ido a parar a la hoguera, en cambio ahora ello es inconcebible, implicaría una gratuita publicidad que lo beneficiaría haciéndolo «famoso». De aquí proviene pues nos resulte imposible entender la suficiente razón que justifique la utilización de un seudónimo para esconderse como «Enrique Mostrenco» (cuyo apellido en nuestro español tan coloquial indica a un «ignorante o tardo en discurrir o aprender»), en un iconoclasta que tal vez intentó ser sin alcanzar a serlo, salvo que con ello haya sintomáticamente querido expresar, al mismo tiempo, que el sexo a inicios del siglo XXI prosigue en el campo del tabú, puesto que de lo contrario, sería una resta y no un agregado que aumente su condición de marginal que este libro pretende.
Gustavo Tapia Reyes
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